Ya. Les cuento.
Estaba en un matrimonio, al que fui obligada por mis voces
internas que tienen la obsesión de repetir: tienes que salir, nadie va a venir
a tocar la puerta de tu casa, no te quedes otro fin de semana abrazada a tu
control remoto, sácate ese polo viejo que usas de pijama. Aunque casi siempre
les digo que se vayan al demonio porque prefiero engancharme a una maratón de
buenas películas que a un pata que resulte siendo un cretino, que mi polo
viejo-pijama es más económico que una sesión de maquillaje caro, que estar sola
es mucho mejor que arriesgarme a pasarla mal, o a pasarla bien y acto seguido,
pasarla peor que en el corredor de la muerte. Así que escúchame, interior, acá
solita estoy segura, cómoda y pasándola recontra bien.
Sin embargo, esa tarde era el matrimonio de una buena amiga
que había invitado a una fiesta en una casona preciosa con vista al mar cerca
de donde vivo. Recordé que tenía un vestido sin estrenar. Después de todo, el
pobre no tenía que pagar pato el resto del verano escondido en closet. Además,
pensé, hace rato que no salía a tomar ni un helado ni con este, ni otro grupo
de amigos. Así que manos a la obra.
Me miré al espejo totalmente contenta con mi exitosa rutina
de acicalamiento que va desde un baño con exfoliante de avena hasta la última
de las pestañas postizas, que por suerte para mí y para mi billetera, puedo
hacer sin recurrir a la peluquería con los mismos resultados. Unas cuatro horas
después estaba esperando mi carroza, perdón, mi taxi.
Llegué como si llegara a la alfombra roja de los Oscar con
la triple S: sonriente, sexy y segura.
Pero como siempre hay un pero en esta vida, había olvidado
un pequeño detalle. Cuando encontré a mi grupo de amigos hice un veloz cálculo
matemático. Todos habían ido con pareja. Malditas sean las convenciones
sociales, no entiendo que parte de mi cerebro olvidó que ahora ya nadie va solo
a ningún lado. Y como acá casi todos los matrimonios siguen un mismo protocolo
por más casual que la pinten, a la hora del dancing, me encontré cual estatua
de hielo en la mesa.
La verdad no estaba de humor de bailar de tres o de cinco
toda la noche. Menos, en medio de esos ritmos tropicales que no me hacen mucha
gracia. Segura de que me iba a divertir más con una copa de vino y una buena
película, hice lo que uno debe hacer cuando se encuentra en una situación en la
que no le da la gana de estar: pedí mi taxi de regreso a casa. Cuando el
celular me aviso que el taxista había llegado, hice un seco y volteado, cogí mi
cartera y me levanté camino a la salida.
Entonces pasó eso que las comedias románticas te enseñan a
esperar pero que nunca pasa en la vida real. Un chico guapísimo se paró de su
silla, me detuvo y me dijo: hola.
- Hola
–respondí.
Le devolví la sonrisa, me levanté de hombros y lo único que
se me ocurrió decir porque, en efecto, ya me iba, fue: “bueno, chau”, y seguí
mi camino.
- ¿Ya te
vas?
Me volví a él sin dejar de caminar y asentí.
- Acaba de
empezar la fiesta.
- ¡No me
gusta la música! –le dije para que pudiera escucharme sobre el volumen de los parlantes,
y le hice adiós con la mano.
Salí del ruido y vi que el taxi me estaba esperando. Me iba
a subir cuando escuché a una voz entrecortada que me dijo:
- Espera,
espera.
- ¿Qué
pasa? – le dije riendo.
- Tienes
que venir conmigo.
- Me tengo
que ir con él – le dije señalando al conductor del taxi.
Puso las manos en sus rodillas para recuperar el aliento
porque supuse había ido a buscarme corriendo.
Levanto la cara y con una sonrisa que lo hacía aún más guapo
me dijo:
- Confía
en mí, ven.
En tres segundos mi cerebro repaso lo que significa la
“confianza en alguien” después del 2014: algo de lo que he estado huyendo, que
no se le debe dar a cualquiera, menos a alguien que no conoces. Aunque mi
memoria me advirtió sobre un dato curioso: las personas que me fallaron en este
último tiempo fueron chicos que conocí antes de ayer sino gente que estaba en
mi vida hacía tiempo ya. Eso me pasa por recicladora y ganadora del premio a la
tonta que se pronuncia en contra pero da segundas oportunidades.
Entonces, decidí aventurarme a salir del taxi. Le pedí
disculpas al conductor.
Caminamos uno al lado del otro de vuelta a la fiesta.
- Escucha
-dijo.
Y estaba sonando esta canción.
- ¿Qué
onda? –dije sin dejar de sonreír.
(¿Acaso me había vuelto la Cenicienta a la que su hada
madrina le hizo el milagro de cambiar el reggaetón por “The The”?)
Empezamos a bailar. No hacía ninguna falta decir que había
onda, química y el mismo gusto musical. Pero lo mejor de todo fue que también
compartíamos el mismo sentido del humor, porque después de intercambiar más que
nuestros nombres, convinimos no convertir esa fiesta en una entrevista de
trabajo con preguntas como: ¿qué haces?, ¿dónde trabajas?, ¿dónde estudiaste?,
¿haces deporte?, ¿te gusta viajar?, y etc. Qué increíble es darse cuenta de lo
aburrido (y muchas veces inútil) que es este intercambio de datos. Así que
quedamos en hablar de todo menos de nosotros. Nada de esforzarse en crear
buenas impresiones.
- Me llamo
Alicia, me dicen Ali.
- Soy
Oliver y nunca me han llamado de otra manera.
- ¿Sed?
- ¿Whisky?
- Con
hielo y agua.
- Tatuaje
–dijo mirando mi espalda.
- Barcelona,
1999.
- Salud.
- Buena
corbata.
- ¿La
quieres?
- No.
- Bowie –
se entusiasmó mi nuevo compañero de baile al escuchar que empezaba a sonar
“Modern Love”.
- Let´s
dance –dije tomando la mano que me extendía.
- ¿Toda la
noche?
- ¿Contigo?
- Conmigo.
- Ya.
Jugamos a esta especie de coqueteo tipo dominó, toda la
noche. Así que mientras yo bailaba con Oliver, riendo, hablando en nuestro
nuevo lenguaje, mi grupo de amigos me miraba con cara de signo de interrogación
desde su mesa.
Hasta que por supuesto el chisme no pudo evitar hacer su
aparición y mandaron a una emisaria a preguntar de donde había sacado a ese
cuerazo. Me levanté de hombros y le dije:
- Ni idea
de dónde salió.
- ¿Pero
quién es?
- No tengo
la más mínima idea –me volví hacia él y le dije –ella quiere saber quién eres.
- Soy su
novio.
- Es mi
novio.
Con cara de “seguro esta está ocultando algo pero ya me
enteraré de todo” la chismosa se fue. Después de diez canciones y un par de
whiskies, ya no importaba si era cumbia, góspel o el hipi jay, Oliver y yo no
paramos de bailar.
Cuando pensé que nada podía mejorar ese momento que ya se
habían convertido en “las horas más increíbles del 2015”, el DJ regresó a los
80´s y puso un set de lentos. Seguro muchos no vivieron la época en la que en
toda fiesta había un set de canciones lentas, que con suerte podías bailar
apachurrado de tu chico/a gustaba, con una power balad de fondo. Yo me sentí de
vuelta a 1992, cuando obligaba a mi pobre novio amante del heavy metal a
ponerse camisa y bailar en esas discotecas que él odiaba pero a mí me quería
demasiado. (no creo que leas esto, pero acuérdate que Michael Bolton fue parte
de nuestro soundtrack aunque a los dos nos da vergüenza aceptarlo).
Oliver y yo nos mirábamos a los ojos, nos tocábamos con
cuidado y movíamos despacio al ritmo de la música. Todo era perfecto. Era el
momento del beso.
Yo sentí que su boca era un imán del tamaño de un reactor
nuclear, creo que el sentía lo mismo porque puso sus manos en mi cara, me miró
a los ojos y yo no tuve mejor reacción que voltearle cara cuando a mi sobrina
no le gusta la papilla.
¿Qué pasó?, no es muy difícil de explicar. El pasado. En un
microsegundo recordé mi último primer beso del 2014. Y de bonito y especial
pasó a absurdo, catástrofe, error, gran error.
La hora loca llegó a la fiesta y mientras unos hombres en
zancos hacían su aparición, Oliver y yo buscamos un sitio tranquilo donde
hablar. La fantasía se había terminado y era hora de decir la verdad. Nos
apoyamos en un árbol y nos sentamos en el pasto. Oliver me puso su saco sobre
los hombros y empezó a hablar.
Es peruano pero vive y trabaja en Londres hace varios años
(ya había notado un acento extraño), había ido al colegio con el novio, por eso
estaba ahí. Se quedaba una semana más en Lima y por supuesto quería conocerme
más, solo si yo también quería.
Me quedé callada mirando mis zapatos que en serio son de
cuentos de hadas. No era que no le creyese, no era que no muriese de ganas de
besarlo, pasar la noche y la semana con él, pero un eco me repetía ¿para qué?
a) Para pasar una noche de sexo casual increíble.
b) Para conocerlo más y ver qué pasaría en el futuro.
c) Para vivir una semana alucinante y seguir en contacto, y
quién sabe, terminar viviendo él en Europa.
d) Porque había encontrado al hombre perfecto para casarme,
tener el hijo que siempre he querido tener y ser feliz el resto de mi vida.
De estas cuatro posibilidades la única real es la a), y
ahora, en este momento de mi vida, no se me antoja tener sexo casual con nadie.
Tengo ganas de ilusionarme, de creer, de enamorarme otra
vez. Pero no así. Con tan poca realidad de por medio.
Así que dejé que el príncipe Oliver me lleve al nuevo
departamento en el que vivo. Lo besé en la cara y le dije chau.
Ya estaba amaneciendo. Tiré los zapatos entre las cajas
llenas de libros. Me quite el vestido y me metí en mi nueva cama. No tardé
mucho en quedarme dormida.
Me desperté horas después y mientras tomaba jugo de naranja
en mi casa nueva, sonreí. Todo lo que había allí dentro todo era real, así no
fuese perfecto. Eso es lo bueno de los príncipes, se quedan en la puerta.
Elegir a alguien en la realidad es trabajo nuestro.
Del Blog de Alicia Bisso
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